viernes, 23 de abril de 2010

Silencio

Tenía seis años cuando la abuela murió. Fulminante, un ataque al corazón en la parada del autobús. Venía justo a mi casa, a ver a mamá. Apenas cincuenta y siete años.
Durante casi todo un año mamá no podía con la soledad. Por demás fue un año extraño, no sé, pues apenas terminaba la tarde, se iba la electricidad. Un zumbido en los oídos se apoderaba de toda mi atención cuando el televisor de súbito quedaba apagado y la habitación se vaciaba en medio de la penumbra.
Entonces venía el sollozo. Era automático. Un breve gimoteo que in crescendo culminaba con un llanto desconsolado, casi enfermizo. Me rodeaba, me aniquilaba.
Me sumergía en esa misma desolación. No sé, creo que el llanto es silencio, pero yo nunca pude con él.
— Mami, ¿qué pasa? — y es que yo no entendía —, ¡mamita por favor no llores! —, le suplicaba una y otra vez mientras abrazaba sus rodillas, tomaba su mano y la apretaba en tanto el silencio, por oleadas, me inundaba junto a ella.
No sé, una marejada de tristeza, inaprensible, inabarcable, me derrotaba. Entonces mamá me tendía sus brazos, me levantaba desde el suelo y ponía mi rostro junto al suyo.
Igual y sólo pasó en una ocasión, pero ese contacto tan calido de sus mejillas inundadas me congela cada vez que escucho aquél zumbido que resta de la transmisión ausente, cada vez que permanece la silueta de las cosas en mi retina cuando la luz se escapa, cada vez que he visto, o peor, he hecho llorar a alguna mujer.
Silencio.
En verdad no puedo con él.
No lo entiendo.
Hace ya una vida de todo ello.
No lo recordaba.
Sin aviso mamá recibió la noticia, cáncer en el páncreas. En menos de tres meses se convirtió en un delgado ente. No quise, no pude pararme en el hospital. No quería verla llorar.
Me dejaba el celular en cualquier lugar, esperaba que así la noticia no me encontrara. No importó, lo único real era el miedo que imaginaba en ella. Soñaba casi todas las noches con la oscuridad de su sollozo.
Fue esa tarde de domingo cuando mi hermana me llamó y me dijo que mamá no pasaría de aquella noche. Al manejar de camino al hospital comencé a recordar la muerte de la abuela y el silencio de mi madre.
Sin poderla ver a los ojos le pregunté a Estela por mamá. Ella notó mi culpa, levantó mi rostro y con lágrimas en los ojos sólo me dijo:
— No importa, ya estás aquí.
Yo no entendí nada. Mamá nunca fue una persona de muchas palabras, tampoco mi hermana o yo. Me puso frente a su cuarto. Crucé el umbral y lo que encontré no fue mi miedo, sino la breve sonrisa y su mano tendida hacia mí. Al final no sé si fueron las drogas o la calma espiritual del reencuentro, el hecho es que mamá ya no llora.

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